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!Hola! somos Andrea Galdós-Tanguis, Melissa Marcovich, Silvia Figeroa y María Alejandra Alvarez, en el presente blog nos dedicaremos a la observación, análisis e investigación antropológica de fenómenos reales, específicamente en el Castillo del Real Felipe.


Esta es una historia tomada de Hernán Garrido-Lecca, en la que cuenta su experiencia a manera de cuento sobre la manera en que observó piratas en el Callao en su visita al Real Felipe. Esta narración, nos puede servir de análisis más adelante, utilizando el punto de vista de un narrador tomando su percepción sobre demás hechos observados en este lugar y que nos interesa tanto.

Hernán Garrido-Lecca.

Piratas en el Callao
Una visita a la fortaleza del Real Felipe cuando había un halo sobre la isla San Lorenzo

He esperado muchos años para escribir mi historia porque no tenía ni con qué ni dónde escribir y, además, porque nunca antes me atreví. Ahora, ya con esta larga barba blanca y con todo el poco resto de mi vista, he decidido que si me creen loco por lo que voy a contar, es sólo porque ésta es realmente la más increíble y extraña historia de piratas jamás contada. Es mi deseo que si esta crónica llega a ti, niño o niña, no se la cuentes a ninguna gente grande: ellos no entenderían. Y es mi deseo, también, que leas o escuches con atención, porque tú no estás libre de que algo así te pueda suceder: el que aprende por experiencia propia es un mortal inteligente, pero el que aprende de la experiencia ajena es un mortal sabio.

Todo empezó en algún momento del año de 1967. Yo tenía 7 años, acababa de hacer mi primera comunión y cursaba el segundo grado. Iba a un colegio en Bellavista, cerca del puerto del Callao, en el Perú. La vida del colegio estaba -no sé si por eso- muy ligada al mar, la marina y la historia del viejo puerto. Ese año -como todos los años- la maestra organizó un paseo al puerto, y ese año nos tocó ir al Real Felipe.

El Real Felipe es una fortaleza de piedra que domina toda la bahía del Callao. Es tan fuerte que asumo que si vas al Callao hoy en día todavía la puedes encontrar. Y es tan vieja que en el año que yo la visité por última vez ya tenía casi 200 años de construida.

Esa mañana la ciudad amaneció como casi siempre: nublada. Sin embargo, recuerdo que desde el colegio, como en muy pocas mañanas, se divisaba la isla de San Lorenzo. Me llamó la atención el halo de luz radiante que rodeaba a la isla. Me pareció extraño, pero a los 7 años creo que uno piensa que lo raro no es nada más que algo que no hemos visto antes. Pero mi extrañeza no duró mucho: sonó el timbre y a formar fila.

Cuando hoy pienso en todo aquello, lamento no haber sido capaz de reconocer, en esas señales, esa luz de alerta que a veces se enciende en nosotros y que algunos suelen llamar presentimiento y otros tincada.

Subí al ómnibus muy orondo y feliz de haber pasado mi cuchillo suizo de contrabando dentro de mi lonchera. En el trayecto sólo pensaba en la cara de mis compañeros cuando, a la hora de refrigerio, sacase mi cuchillo suizo de uso múltiple y, casi como diciendo "qué-tanto-me-miran-nunca-han-visto-un-cuchillo-suizo", abriese mi gaseosa.

Entre tanto ensayo mental para aparentar la mayor destreza posible en el uso de mi cuchillo, el camino se me hizo nada. Cuando volví en mí, ya estaba frente a toda la imponencia del Real Felipe. El halo sobre San Lorenzo era ahora más brillante aún. Pero, como siempre, justo cuando uno empieza a imaginar las más distintas explicaciones, la voz de pito de la maestra me indicaba que me bajara del ómnibus y formara fila a un lado.

La visita se inició recorriendo el perímetro de la fortaleza. Desde los muros se veían los barcos anclados en la bahía. Eran muchos barcos: bolicheras, barcos de carga y hasta barcos de guerra. Siguiendo al guía de la visita, llegamos al Torreón del Rey. Había que cruzar un pequeño puente levadizo. Yo me quedé al final de la fila para saltar sobre el puente. Cuando entré al torreón, di vuelta a la izquierda y empecé a trepar por un pasadizo inclinado. Escuchaba la voz de la maestra y el murmullo de mis compañeros, pero no veía casi nada. Estaba muy oscuro. La maestra hablaba del calabozo y de cómo los prisioneros permanecían allí, casi sin espacio, durante días, meses y años. Seguí caminando y me encontré con otro pasadizo. Éste era un poco más estrecho y salía hacia la derecha del pasadizo principal. Nunca imaginé lo que viviría durante los días siguientes...

Tomé el pasadizo más estrecho y, allí sí, no veía nada. Caminaba a tientas, con los brazos estirados tocando arriba, abajo y a los lados y dando pasos muy cortos por si había alguna escalera. En eso, mi mano izquierda se encontró con un pedazo de piedra que sobresalía de una de las paredes. Toqué la forma con las dos manos tratando de imaginar qué era. Grité para llamar a mis compañeros pero no escuché mi voz ni tampoco la de ellos. Me colgué de la figura de piedra y no pasó nada. Ahora me doy cuenta de que, en realidad, yo quería que pasara algo.

Decidí entonces jalar la figura. No tuve más que moverla unos pocos centímetros hacia atrás y se abrió un hueco en el piso por el que caí, primero muy rápido y luego cada vez más lento y más lento, durante horas, hasta que creo que me quedé dormido. Nunca imaginé lo que viviría durante los días siguientes...


La continuación de esta historia, la encuentras en la siguiente página web: http://www.ascinsa.net/HGL/pirat1.htm

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